Un balón no necesita ser un balón

22/04/2015

La mayoría de las veces basta con una línea de un texto ajeno para inspirar uno propio. Rara vez se da la combinación de dos textos relacionados en un breve espacio de tiempo. Esas carambolas son tan infrecuentes que quien no las aproveche debería ser desterrado del oficio de escritor. Pueden atesorarse para alguna ocasión futura, sí, pero jamás dejar semejante regalo sin explotar.

La semana pasada me puse al día con los textos que escribe Juan Tallón para El País. Son los que leo con mayor regularidad junto con los que escribe para Contexto, los que escribe para otros medios sólo los leo si aparecen en mi timeline de Twitter. Tallón es prosa poética pura. Admiro sin reservas su capacidad de observación del más nimio detalle y convertirlo en trascendente, junto a un lenguaje mucho más depurado que el mío. El suyo es estética con contenido. El mío contenido sin estética. Cuando la semana pasada recordé que no había leído su columna de los lunes, me di cuenta de que me faltaba la del lunes anterior, que él tituló “Hay odios sanísimos”.  En ella cuenta la desazón que produce el parón liguero y cómo los compromisos de la selección son un sustituto insuficiente. De él me quedo con un párrafo que sirve para titular esta columna:

Su suspensión [la de la Liga] provoca una extraña melancolía, equivalente a la de esas tardes que tus amigos se encerraban a estudiar, y tú buscabas consuelo en una lata de Fanta naranja, vacía y descolorida, a la que dabas patadas sin dejar caer, como si un balón no necesitase ser un balón.

Esa lata de Fanta vacía es la misma (sin el logo de la marca, claro está) que patea con una pericia insólita Trev Likely, uno de los protagonistas del libro que estaba leyendo en ese momento, Unseen Academicals, título que en España se tradujo como El Atlético Invisible, del muy llorado Sir Terry Pratchett, fallecido hace un mes. El novelista inglés nos habla del mundo del fútbol con su habitual precisión satírica, mezclada con esos homenajes a otras obras literarias marca de la casa. Sin querer destripar la novela, diré que en ella vemos la conversión del fútbol callejero al que marcan las reglas de la FIFA, todo lo que rodea a las pasiones de los aficionados y, en una subtrama no menos importante, una parodia del mundo de la moda, sus entresijos y el público al que va dirigido. Se podría debatir sobre si es una de las mejores novelas de Pratchett, pero como leí en algún rincón de Internet que no recuerdo, incluso las peores novelas del autor son buenísimas.

Sin embargo, lo que nos interesa no es el debate literario, sino la lata de Tallón y Pratchett. O más bien la reflexión de que un balón no necesita ser un balón. Una poderosa evocación de la infancia, en la que bastaba esa lata de Fanta para montar un partido, pequeño por lo general. Dos marcas en la pared, dos mochilas o dos sudaderas hacían la portería. Recordar esa lata me ha llevado a inventariar los objetos que han sustituido un balón cuando la necesidad apretaba. No era infrecuente que, en vez de una lata, usásemos uno de esos batidos de cartón que acababa hecho polvo tras tres patadas. También valían una piedra pequeña o un trozo de ladrillo desprendido. Mi favorito del recreo eran las arielitas, envases de plástico que eran tres cuartas partes de una esfera y que se pusieron de moda con los detergentes en la primera mitad de los noventa. Mi madre solía dármelas, porque reutilizaba las que ya tenía, y he salvado del aburrimiento montones de recreos al sacarla de la mochila. Dentro de clase han servido de balón la clásica hoja arrancada del cuaderno, los borradores, las tizas, y en una ocasión legendaria, unos trapos hechos una bola, salidos de vaya a saber dónde y que acabaron en manos de un profesor de Tecnología, quien los rebautizó como balón, validando con ello el título del artículo. Un balón no necesita ser un balón.

Eso sí, no nos engañemos. Ya no somos esos niños que pateaban cualquier cosa para olvidarse durante media hora (o menos) el tedio de las clases que habíamos soportado y el de las que vendrían después. Aún somos capaces de convertir cualquier cosa que esté por el suelo en un balón. Volver a casa a las cinco de la mañana con tu hermano, o con un amigo, y encontrarte un vaso de cachi vacío se convierte en volver a casa pasándose el vaso de uno a otro, admirando un toque particularmente preciso, recuperar el pase que se queda atrás y lamentar durante un segundo el fin del juego cuando el pase es demasiado largo y no hay ganas de ir a buscarlo, o el cachi cae a la carretera o choca contra el bordillo y se queda allí abandonado, para desesperación de barrenderos y ciudadanos cívicos. En este punto donde viene a cuento citar una teoría de mi hermano que suscribo. Gustará más o menos, será más o menos cierta, pero en general se cumple: los hombres somos infinitamente más simples que las mujeres. Nos basta con un balón o un objeto que se le asemeje para ser felices un rato. Hay un impulso irreprimible al entrar en una tienda de deportes y ver balones: están pidiendo que les des unos toques, o al menos que los botes si no eres muy diestro en el arte del malabarismo, no sea que vayas a cargarte algo, o sean balones de baloncesto. Él dice que es cosa de la inteligencia emocional, mucho más desarrollada en ellas que en nosotros. Ahí ya no me meto. En lo otro le doy la razón.

Juan Tallón habla en condicional cuando dice “[…]como si un balón no necesitase ser un balón”. Yo creo que sobra el modo condicional. La frase es una afirmación rotunda, como una máxima filosófica: un balón no necesita ser un balón. Terry Pratchett me da la razón. Poco importa. Lo esencial es que sigamos viendo cualquier objeto mínimamente redondo para convertirlo en un balón, a falta de uno. Y que siga así por muchos años.

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