La suerte del enano

12/11/2020

Cuatro novelas y dos audiolibros después, César Pérez Gellida vuelve a su querida Valladolid para regalarnos otra de sus trepidantes narraciones marca de la casa, esta vez autoconclusiva, y que vuelve a dejar al lector con mono de más.

El libro empieza dejando los dientes largos a quien lee, pues César nos da un pequeño anticipo de lo que va a pasar en forma de flash-forward que pone al lector en guardia preguntándose qué demonios ha pasado para que se llegue a ese punto, sobre todo teniendo en cuenta la localización geográfica de la escena. En el siguiente capítulo arranca la novela, y a quien escribe le hace ilusión que lo haga en la plaza de Tenerías, a la vuelta de su casa. Allí, un sangriento crimen reclama la presencia de Sara Robles, la inspectora que ya apareciera en Sarna con gusto, y su habitual equipo de trabajo. Mientras, dos peculiares personajes se mueven por las alcantarillas de Valladolid abriendo un túnel que les llevará a cometer el atraco perfecto.

Pero como dice sabiamente la voz rasposa (Jorge Pinarello) del canal de YouTube Te lo Resumo Así Nomás: “Todo iba relativamente bien hasta que empieza a ir relativamente mal”: a Sara Robles se le junta el trabajo, porque al crimen inicial se le une el asunto del atraco perfecto, cuya ejecución ha dejado bastante que desear en relación al plan original. A partir de aquí la acción se reparte entre unos policías cada vez más presionados, dada la magnitud del robo perfecto más sus consecuencias, y la de los criminales, que no es menos complicada según se van sucediendo los acontecimientos. Y por el medio se va sembrando uno de los ya habituales giros endemoniados del autor, que va a poner todo, más aún si cabe, patas arriba (otra vez).Una bomba te que estalla en la cara sin que te des cuenta.

Una cosa positiva que tiene La Suerte del Enano es el tratamiento de los personajes: para el lector habitual de Gellida es un placer reencontrarse con secundarios como Matesanz, Peteira, Botello, Navarro, o Herranz-Alfageme (alias Copito), pero ello no supone un problema para quien se aproxime por primera vez al autor. No hay que leerse las anteriores trilogías en busca de referencias que no se entiendan, los detalles del pasado se explican en dos frases (por poner un ejemplo poco comprometedor con la trama, el buen humor que gasta Villamil, el forense, desde que es abuelo), y las gracias y desgracias del elenco son nuevas para todos. Un motivo extra para que el neófito no se eche para atrás a la hora de comprar la novela.

Hay personajes muy interesantes a lo largo del libro, pero que destriparían parte de la trama si se les menciona en esta reseña, por lo que me ceñiré a los mencionados en la contraportada, más uno extra. Se habla mucho de la adicción al sexo de la inspectora Robles, y si bien la lleva por la calle de la amargura, no es la única característica destacable del personaje: a veces demasiado en su mundo, no deja de ser una policía tenaz, con capacidad para el mando y confianza plena en su equipo a la hora de repartir tareas y resolver casos. Sara no es una persona que crea en la suerte, al menos en principio, pero según pasan las páginas se va dando cuenta de que es un factor que no hay que descartar en ningún momento. El robo perfecto cuenta con un cerebro, El Espantapájaros, y tres ejecutores: un exminero, un pocero y un sicario. El Espantapájaros es uno de esos personajes que, a pesar de estar del lado de los malos, acaba por caerte bien: afectado por el síndrome de Marfan, que le proporciona altura, delgadez y extremidades más largas de lo común, es un hombre educado, amante de la filosofía estoica, del mundo del arte, practicante de artes marciales y que irá resolviendo los entuertos de la forma más pragmática posible. Raimundo Trapiello, el exminero, y Carlos Belmonte, alias Charlie, el pocero, comparten cierta historia común, ya que después de un montón de años currando de lo suyo se quedaron en el paro y de brazos cruzados, con una edad que dificulta encontrar empleo nuevo. Charlie optó por dedicarse al robo con butrón y pasó por la cárcel, a Raimundo, en cambio, el encargo del Espantapájaros le vino llovido del cielo. Juntos forman un curioso dúo, en el que el particular carácter de Charlie sacará de quicio a un Raimundo que, en esos casos, no puede evitar ponerse a hablar en bable. El sicario, Émile Qabbani, está empeñado en que reconozcan sus méritos y hará lo que haga falta para cumplir su parte en el robo. Y para esclarecer este asunto, llega como experto en estas lides Mauro Craviotto y su parecido a cierto actor hollywoodiense, lo que será importante para la trama.

Sobre el estilo Gellida se ha hablado ya largo y tendido, pero como siempre hay quien llega por primera vez no está de más recordarlo: las escenas son muy visuales y cinematográficas, descritas con precisión y detalle y bastante gráficas sin regodearse en lo gore. Cuando hay sangre se describe, sobre todo porque la forma de las salpicaduras ayuda a reconstruir la escena, y hay un par de momentos bastante desagradables, sobre todo si se tiene estómago delicado. El ritmo es por lo general trepidante sin caer en la precipitación, y en las últimas escenas del libro está muy bien logrado el juego de perspectivas entre distintos personajes, lo que lleva al lector a girar endemoniadamente las páginas en busca de la resolución del conflicto. A estas alturas Gellida ya ha demostrado de sobra su talento y no defrauda en absoluto.

En suma, César Pérez Gellida vuelve a marcarse un novelón de los suyos, de los que no dan tregua de principio a fin, calculado al milímetro y lleno de sorpresas, que hará las delicias de los Gellidistas y de los que quieran leer al autor por primera vez y les dé un poco de reparo empezar por la primera trilogía. Como dice otra Gellidista nata, María Sotelo, ya no hay excusas: el libro es autoconclusivo y tan bueno como todos los anteriores. Vale la pena apoquinar el precio (o ir a la biblioteca a prestarlo) y devorarlo. Gellida es garantía de calidad (Gellida calidade) y una vez más lo demuestra. A este paso se ha ganado el apodo que le puso Andrés Montes a Latrell Sprewell: melodía de seducción. Porque por muchas trampas que te ponga, por mucho que torture a personajes y a lectores, sus novelas te seducen y te dejan como Mowgli después de mirar a Kaa: con los ojos turulatos y a merced del autor. Y que sea por muchos años.

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