Astillas en la piel

18/09/2021

Complicado lo ha puesto César Pérez Gellida a aquellos que queremos hacer una reseña de esta nueva novela, la duodécima, y que al igual que la anterior, se puede leer de forma independiente. Y es que a pesar de ser otro novelón, es muy difícil hablar de ella sin destriparla a los posibles lectores. Y con lo que le gusta a servidor analizar lo más a fondo posible los distintos aspectos de una novela, hacerlo sin hablar más de la cuenta se me antoja encaje de bolillos.

Ciñéndonos a lo estrictamente necesario, Astillas en la piel trata del reencuentro de dos viejos amigos, Álvaro y Mateo, en Urueña, pueblo de Valladolid catalogado como conjunto histórico-artístico y llamado Villa del Libro, una tarde de noviembre bajo una implacable y heladora cencellada. Ambos tienen una vieja cuenta pendiente que ajustar desde el pasado, y ha llegado el momento de cobrarla. Ellos dos son los protagonistas absolutos de la novela, con un pequeño grupo de secundarios, al contrario que en las anteriores novelas del autor, plagadas de multitud de personajes. Tan reducido elenco no impide que el libro sea un thriller absorbente como ya nos tiene acostumbrados el escritor vallisoletano, aunque con sus propias características.

Una de ellas es el ritmo de la novela. En obras anteriores el ritmo suele ser frenético, salvo excepciones como en Sarna con gusto o el final de Consummatum est. Aquí tenemos un inicio explosivo, con un flash-forward a sangre (guiño, guiño) y fuego, marca de la casa. Después pasamos a una narración mucho más pausada, en la que se alternan dos puntos de vista y dos líneas temporales: el presente nos lo cuenta Álvaro, novelista de éxito gracias a las aventuras de un asesino en serie, y el pasado Mateo, un crucigramista arruinado que aporta el origen de la amistad de ambos y los hechos que dan pie a la vieja deuda, esa astilla en la piel de la que nos habla el título, un tiempo pasado que le quita la razón a Jorge Manrique. A partir de cierto punto de la novela entra una tercera voz, la del castrense (que no cuadriculado) teniente de la Guardia Civil Bittor Balenziaga, a quien le ha caído desentrañar el desaguisado que, inevitablemente, se acaba produciendo (porque por mucho que la contraportada y los reseñistas nos empeñemos en ocultarlo, el potencial lector se imaginará que aquí hay un desaguisado, o esto no sería un thriller). Alternando los tres puntos de vista, a partir de cierto giro de los acontecimientos la velocidad de crucero del llamado “estilo Gellida” (por lo visual y cinematográfico del mismo) vuelve por sus fueros hasta el final, sorprendente y bien hilado.

Como es obvio, al haber dos personajes principales dominando toda la trama son los que más destacan de los participantes, aunque incluso los más secundarios tienen su encanto o un papel potente en la trama, pero como hay que evitar spoilers me quedo con ellos y un tercero que no es un personaje per se, pero cuenta. Álvaro aparece como un jovencito rubio, resolutivo y canchero, inevitablemente apodado Schuster, como el exfutbolista alemán, debido a la época donde se ambienta la parte que narra Mateo. Su éxito con las aventuras de Suso, el asesino en serie, se ha dado en los últimos años, hasta el punto de no saber ni cuánto dinero tiene en la cuenta. Mateo es un joven apocado y temeroso debido a sus experiencias familiares, lo que le llevará por la calle de la amargura a lo largo de la trama (de ello hablo un poco más adelante, sin detalles). En honor a Mateo, cada capítulo empieza con una definición de un crucigrama, que el lector puede resolver al final, pues dispone de la cuadrícula, las definiciones recopiladas y las soluciones al final del libro. (Servidor admite que no lo ha resuelto, entre la pereza y las ganas de seguir leyendo). La trama hace que las luces y las sombras de ambos lleven al lector a sospechar alternativamente del uno y el otro. El tercer elemento es el paso del tiempo, porque a lo largo de la trama se nos va hablando de momentos clave en la evolución de los personajes que transcurren entre la parte que narra Mateo y el presente, como por ejemplo, la última vez que se vieron los protagonistas antes de su reencuentro en Urueña. Junto a esos hechos puntuales van apareciendo los secundarios de los que mejor no dar nombres para no dar pistas al lector, y cuyo papel, mayor o menor, es clave para el desarrollo de los acontecimientos, por muy fantasmal que sea su paso por las páginas del libro.

Otra cosa que cambia junto con la cantidad de personajes son los escenarios, pues al igual que en novelas anteriores, su número se ha visto reducido drásticamente, casi hasta el punto de que, con una buena adaptación, hasta se podría llevar al teatro. El flash-forward inicial es en un único escenario, la historia de Álvaro se desarrolla en tres, la de Mateo en uno, aunque bastante grande, y la del teniente Balenziaga en dos. Si bien es verdad que las partes que se desarrollan en el pueblo de Urueña nos ofrece múltiples posibilidades, los interiores de las otras permitirían dicha adaptación, o la de una película bastante minimalista en cuanto a las localizaciones.

Algo que se mantiene es el estilo Gellida: como ya se ha dicho, es visual y cinematográfico y eso se consigue gracias a las descripciones, detalladas sin ser prolijas y gráficas, sin regodearse en lo gore. Por muy duras que sean algunas escenas, escamoteárselas al lector haría que la evolución de los personajes no se entendiera y la novela quedaría coja. Los hechos que narra Mateo son duros y desagradables, pero son un pilar fundamental de lo que va a suceder a lo largo de Astillas en la piel. Y cuando sale a relucir la habilidad narrativa de Álvaro en relación a ciertas partes sobre las actividades de Suso pone los pelos como escarpias al lector. Pero así es el género Gellida: si la sangre tiene que salpicar, salpica, tanto si gusta como si no. Los estómagos sensibles quedan avisados, los gellidistas veteranos ya saben de qué va la cosa.

En suma, que por duodécima vez César Pérez Gellida ha vuelto a conseguirlo: ha jugado con los lectores como ha querido, ha torturado a sus personajes a su gusto e incluso cierto amigo pensará de él lo de «con amigos como éstos quién necesita enemigos» (y hasta ahí puedo leer). Quien no conozca el universo de este autor y no le apetezca empezar la primera trilogía, Versos, canciones y trocitos de carne, tiene la posibilidad de adentrarse en en el gellidismo tanto con ésta novela como con la anterior, La suerte del enano, al ser ambas autoconclusivas. Mientras, los gellidistas nos daremos (o hemos dado), otro festín con Astillas en la piel, y deseamos que nuestro calvo favorito vuelva a poner en marcha el secador de pelo con el que se aísla del mundo y nos vuelva a sorprender con otra de sus novelas. Estamos enganchadísimos y esperamos seguirlo estando.

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