Hasta las narices

18/05/2015

Poco se podría imaginar Emma Goldman que, de todas las frases que dijo en su vida, se la iba a recordar por el parafraseo de una de sus muchas ideas, hasta el punto de convertirla en un cliché. Pero el concepto que encierra detrás es absolutamente preclaro y sigue vigente en este momento. El “Si no puedo bailar, no quiero estar en tu revolución” es una simplificación del original, que al parecer se originó cuando se hicieron unas camisetas para subvencionar la causa anarquista, según cuenta Alix Kates Shulman. La cita original procede de la autobiografía de Goldman, a propósito de un episodio en el que un compañero anarquista le reprochó su afición por el baile. La frase, tomada del artículo anterior y traducida por mí, sería:

Insistí en que nuestra Causa no podía esperar de mí que me convirtiera en una monja, y que el movimiento no debería volverse un claustro. Si eso era lo que significaba, yo no lo quería. “Quiero libertad, el derecho a la autoexpresión, el derecho de todos a cosas hermosas, radiantes”. El anarquismo significaba eso para mí, y así lo viviría, a pesar de todas las prisiones del mundo, la persecución, todo. Sí, incluso a pesar de la condena de mis propios camaradas viviría mi hermoso ideal”. (Living My Life (New York: Knopf, 1934), p. 56)

Voy a tomar prestada la idea de Goldman para hacer mi propia reivindicación, después de lo leído estos días por Twitter. Quizá haga torcer el gesto a más de uno, pero es lo que hay.

Después de la ida de las semifinales de la Champions entre Barça y Bayern, me metí a internet en busca del vídeo de los goles del Barcelona, pues el partido lo escuché por la radio. En Twitter me encontré algún GIF del regate de Messi, y varios comentarios desdeñosos hacia el fútbol en general, casi todos provenientes de cuentas de fuerte contenido político, en general escorado hacia la izquierda. Fue cuando decidí que ya tenía bastante. A pesar de que estoy de acuerdo con mucho de lo que se dice en contra de este deporte, tengo la impresión de que para tener el carnet de auténtico partidario de la izquierda has de despreciar el fútbol, mirarlo por encima del hombro y regodearte en tu propia superioridad, moral e intelectual, como santos de yeso en un pedestal. Igual que cierto sector del mundo cultural, a los que no me topé la semana pasada pero sí en el pasado, y de los que hablaré luego. Vamos, para todos ellos hay que ser el tipo que reprochó a Emma Goldman que le gustase tanto bailar.

Vaya por delante que no soy un ingenuo, que comparto muchas de las críticas que se hacen al fútbol. Desde la saturación mediática, a las inversiones multimillonarias que vendrían mejor en otros aspectos, pasando por el dinero que los clubes deben a Hacienda y no pagan, o futbolistas como Messi, ante quien me rindo en el campo, no fuera de él. Con la ahora paralizada huelga de futbolistas se han hecho chistes bastante divertidos, aunque un tanto tópicos, y ya que nos ponemos quisquillosos, los abanderados de la izquierda podrían reclamar un porcentaje más decente para los equipos de 2ªB y el fútbol femenino (un 1,5% de los ingresos, según El Confidencial), pero es más fácil hacer un chiste sobre los Lamborghinis de los futbolistas. También lo ponen a tiro, como Neymar estrenando Ferrari tras eliminar al Bayern, como he visto en el As. No ayuda al fútbol la proliferación de personajes como Villar y Tebas, o que directivos de equipos se puedan descolgar con declaraciones tipo “El caso Neymar es un ataque contra Catalunya” (sic), cortesía del vicepresidente del Barça Jordi Cardoner (no enlazo al diario As, por si les da por reclamar dinero), o el presidente Bartomeu tire balones fuera y cargue la culpa del sobrecoste del fichaje de Neymar al fallecido Tito Vilanova, lo que hace que me entren ganas de vomitar, como mínimo. Con todo eso estoy de acuerdo, y me produce la misma repulsa que aquellos a quien aquí critico.

Sin embargo, olvidan un detalle: el juego en sí. Se puede discutir sobre si a cada cual le parece bonito o no. Muchas veces no lo es. Pero de vez en cuando nos regala momentos espectaculares, que atesoramos en el recuerdo o revisitamos en YouTube. Y esta dimensión, la puramente deportiva, es la que obvian y desdeñan los paladines de la moral y la intelectualidad. Así se lo hice notar a una usuaria de la red social literaria Lectyo el año pasado. Reproduzco de memoria por los problemas que me da encontrar la discusión exacta, uno de los grandes fallos de la página. Si alguien tiene interés, está aquí, pero tiene que remontarse a junio del año pasado. Todo comenzó con la polémica sobre la prima que cobrarían los jugadores si ganaban el Mundial (huelga decir que esto fue antes de que empezase la competición, lo apunto para el lector despistado). Se habló de la cantidad y de cómo ese dinero haría maravillas si se donara a causas sociales. Iba a cerrar el pico, por no crear polémica, pero saltó el comentario citado. En el tono habitual de superioridad, la citada usuaria dijo “odio el fútbol”. Y saltó mi lado puntilloso y justiciero (quizá un punto demagógico, no soy tan bueno a la hora de hacerme justicia). Repliqué que lo que ella odiaba no era el fútbol, sino el circo de alrededor: la corrupción, la sobredimensión, y los defectos que cité en el párrafo anterior. Añadí que si realmente odiara el fútbol, también tendría que odiar a todos los jugadores que tienen un trabajo de ocho horas, luego se van a entrenar y juegan los fines de semana en Segunda B o Tercera en condiciones precarias. Y que, de vez en cuando, dan la campanada y la lían en Copa, para desespero de los seguidores del club poderoso y alegría del resto. Es cierto, puede ser demagógico, pero creo que es una distinción que hay que hacer, la de separar el deporte en sí de toda la mierda que le rodea. Y creo que se puede perfectamente disfrutar de lo que pasa en la cancha y criticar despiadadamente la corrupción y el negocio.

Así que, sintiéndolo por los santones izquierdistas y los intelectuales moralistas, voy a seguir viendo y disfrutando del regate de Messi a Boateng, preguntándome cómo demonios hizo Bergkamp para sacarse de la manga el regate imposible que hizo ante el Southampton, o alegrarme porque un equipo como el Carpi, con su campo cochambroso con velódromo incluido, haya subido a la Serie A, y no por eso ser menos que ellos. Ni tampoco voy a sentirlo por disfrutar de los espléndidos artículos que escriben al respecto fenómenos como Juan Tallón, Galder Reguera, Borja Barba, Ruben Uría o Sid Lowe, o escuchar las majestuosas intros de Abel Rojas en 38 Ecos. Al fin y al cabo, no es mi culpa que, hace cien años como ahora, haya quien viva permanentemente con un palo de escoba metido por ya sabéis dónde. Reformulando la frase una vez más, si no puedo disfrutar de lo que me hace feliz, no quiero ser parte de esa revolución.

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